domingo, 20 de julio de 2008

Recuerdos de Viajes ( Lucio V López 1.915 )


De París a Marsella
Marsella, 25 de diciembre de 1880.



¡Adiós a París! Es necesario partir y abandonar todos sus encantos antes de la Noche Buena, para no dejarse tentar de las subsiguientes que son siempre mejores. La mañana está fría y nublada, la estación de Lyon llena de pasajeros, todos en movimiento, cargados con sus mantas y sus sacos de noche. ¡Qué diablo! confieso que me cuesta dejar esta ciudad encantadora donde la vida brilla bajo todos sus prismas. Si la voluntad no fuera más fuerte que la tentación, yo me habría vuelto de la mitad del camino, porque llevaba no sé qué triste presentimiento de que aquel viaje iba a producirme un mal rato; pero la resolución, está hecha; no había como retroceder, y ¡adelante! ¡A Marsella, a Niza, a Italia!


Me instaló en el carruaje, cómodamente y el tren se puso en movimiento. Entre las nieblas de la madrugada, como amigos queridos que saludan a los que se van, apuntaban las torres afiladas del Trocadero y la bóveda majestuosa del Panteón. Sentimos una tristeza tan profunda los que nos alejamos en medio de la indiferencia completa de los que quedan, como cuando sabemos que nuestra ausencia deja un vacío profundo en los pocos corazones que nos aman y que laten por nosotros. ¡Qué extraño sentimiento experimenta el espíritu cuando en medio del desierto, nuestro dolor no encuentra un eco solo que responda a su grito! Nadie nos conoce, a nadie conocemos. Las relaciones de dos meses nos han dejado sin embargo profundos recuerdos, pero los que quedan están habituados a ver aparecer y desaparecer al viajero, como la imagen que se detiene un breve instante en el foco de una cámara obscura. Sólo el que pasa, siente, recuerda y sufre casi siempre.


Hacía yo estas reflexiones delante de mi compañero de viaje a quien vela por primera vez de mi vida, y cuya fisonomía me inspiraba la más profunda simpatía. Era un hombre joven, lindo, mozo, lleno de distinción; una de esas bellezas varoniles en que se admira al hombre en su conjunto de cualidades físicas y morales. A falta de amigos íntimos, ¡aquel extraño era el más simpático de todos los desconocidos!


Siguiendo mis hábitos británicos, el silencio por el espacio de las quince horas que son las necesarias para recorrer ciento setenta leguas que median entre París y Marsella. ¡El silencio! ¿Es acaso atroz como lo pintan los charlatanes? Para mí es el estado de más actividad para el espíritu. Todo el pasado, al más remoto pasado, se recorre con la memoria. Todo el porvenir se abre a nuestros ojos, triste o risueño, según el humor que reina. Se olvidan los malos ratos, se acarician con fruición los buenos, se hacen castillos en España, se conciben proyectos, se sorprenden ideas, se inventan frases, y se devora el tiempo que transcurre como si la vida se deslizara lentamente. Cuando nos encerramos dentro de nosotros mismos y pensamos, ¿quién puede decir que la soledad no es una amiga cariñosa?


En este viaje he abarcado toda mi existencia y la he vuelto a recorrer; una, dos, cien veces. ¡Son los más los buenos recuerdos que los malos! Si es cierto que la vida de cada hombre, es un poema, la mía, lo confieso, no es de los más tristes. Pensemos y pensemos siempre. Tengo por delante un tema precioso para mis divagaciones silenciosas. ¿Quién es este hombre que me acompaña?


Es un hombre feliz indudablemente. Es un estudiante que regresa a Marsella con la intención de volver de inmediato a París. Ha dejado su novia en el alegre quartier de la Sorbona, y va a visitar a sus viejos padres, dos buenos provenzales que lo aman porque es su único hijo. Su novia lo ha acompañado seguramente hasta la estación, y se han despedido con ternura. La mañana está triste como todas las mañanas de la partida y el compañero de viaje se halla envuelto por el hálito de una plácida melancolía. Es un estudiante de medicina: tiene treinta años, es inteligente, ha dado brillantes exámenes, va a ser un hombre célebre. Yo lo aprecio desde este momento, a pesar de no conocerlo y de no saber quién es. Pero así me lo he imaginado, y así lo consideraré, mientras informes más seguros que las presunciones, no vengan a contradecir los que yo mismo me proporciono.


Y tengo tan profunda confianza en mis observaciones instintivas, que cuando recuerdo hechos prácticos me llena de orgullo. Tiempo atrás, en Buenos Aires vi en un álbum dos retratos de personas que no había conocido jamás. Hace un mes, recorría París y en las calles d'Anjou y St. Honoré hallé dos señoras: -«esas son las damas del álbum»- me dije, y salté del carruaje y las detuve, seguro de no haberme equivocado. ¡Eran ellas, en efecto! Ahora quince días, en otro álbum del Havre, se me mostró el retrato de una linda muchacha de Marsella. Llego a Marsella y en la calle Breteuil, la primera persona que veo es el original del retrato. Salto otra vez del carruaje y detengo a mi linda conocida, que se queda estupefacta creyéndome un galanteador a boca de jarro. Pero la nombro, me explico ¡y otra vez había acertado! Los dos incidentes son rigurosamente exactos.


Mi compañero del tren es seguramente la persona cuyas condiciones acabo de asegurar. Me ha observado él a su turno y se ha permitido hacer sus reflexiones sobre mi humilde persona; pero ellas no son tan favorables como las que yo he hecho de la suya. Se encuentra incómodo con mi compañía. Desearía estar solo, completamente solo en el vagón para disponer de todas las libertades que disminuyen las incomodidades de un viaje. Yo a mi turno, provoco mentalmente una conversación amistosa; le digo que me trate con confianza, que se acueste a la bartola, si no quiere admirar la poética campaña que atravesamos, el Sena que se pierde entre los árboles despojados de su follaje; lo invito a que fume, le hablo, le digo quién soy, le pregunto quién es, confirmo mis suposiciones, cambiamos nuestras tarjetas, nos damos la mano, nos abrazamos, nos hacemos grandes amigos, me invita a su casamiento, me muestra el retrato su novia, me dice su nombre, Laurence, Silvia, Emelina, -uno de esos nombres imaginarios- juramos, en fin, no separarnos jamás. ¡Decide acompañarme a Buenos Aires y establecerse allí! Y... ¡ni mi compañero ni yo hemos desplegado los labios!


A las cinco horas de viaje tocamos en Macon. Pronto entramos en las dulces y queridas campañas del Allier, donde hemos pasado tantos alegres y tristes días con Carlos Marenco en el mes de agosto. Si mi amigo las viera en los momentos que las vuelvo a cruzar, estoy cierto, que a pesar de las nostalgias que ha sufrido en ellas, ¡avivaría en su memoria los buenos y los malos recuerdos que tienen para nosotros! La Villa Hombourg está sola en estos momentos todos la han abandonado menos el comandante Jung, que como buen soldado no deserta nunca de su puesto. Los plátanos de la rue Lucas están secos y tristes. Los pobres moineaux que nos saludaban desde sus copas todas las mañanas, se acercan a la puerta de calle a buscar las mijagas del buen pan de Vichy, pero nadie los socorre, y se retiran envidiando la suerte de los hombres y quejándose de su indiferencia. La margen del río está triste y solitaria. El parque parece abandonado para siempre. ¡Ah! ¡El invierno! ¡todo se va, todo concluye con el invierno! Y sin embargo, las últimas vibraciones de la orquesta del casino suenan en mi oído; y a pesar de la rapidez con que vuela el expreso, la memoria restablece los recuerdos del pasado verano, ¡y pienso con sentimiento que tal vez sea la última ocasión de mi vida que contemplo estos lugares!
Mi compañero de viaje parece impresionarse con mis mudas reflexiones. Él también observa la campaña con encanto. Pero ¿quién puede prescindir de mirar la campaña francesa, aún en el mes de diciembre, cuando el cielo está gris y el suelo cubierto de nieve?... ¡Oh dulce Allier! ¡Cuántas tardes, sentados en tus márgenes, o bogando en tus aguas, hemos hecho profundas y tristes reflexiones con el amigo que fue mi compañero de Vichy! Las alegres y mimosas enfermas han volado a París, y recuerdan el pasado verano envueltas entre pieles, abrigadas como las flores tropicales de un invernáculo, por el tibio ambiente de sus salones. Otras, respiran en Niza, en Cannes y en Mónaco las auras calientes del Mediterráneo. Vichy ha muerto con la primavera y el verano.


Cuando llegamos a Lyon ya era de noche. Ni mi compañero de viaje ni yo habíamos despegado los labios. Fue necesario cerrar los libros y mirarnos cara a cara; nos faltaban cinco horas todavía, y me propuse dormir para matar el tiempo. Un sueño dulce y benéfico tendió sus alas sobre mí, y cuando me desperté estábamos en Marsella. Mi compañero no había cambiado de posición. Era un hombre de hierro.


Comprendo la pasión de un parisiense y más la de una parisiense, que casi siempre es fantasista, por ver el mar. Yo he estado encerrado por dos meses sin verlo, y en el momento de llegar a Marsella, es la mar la que despierta todas mis curiosidades. El tren la ha costeado, antes de penetrar en la gran ciudad. La luna la alumbra en un cielo azul y diáfano. Me parece ver el Río de la Plata desde las barrancas de los Olivos, y la ilusión sería completa si el aliento marino no viniera impregnado de ese perfume singular que sólo se respira en las costas de océano.


¡Marsella! He visto en sus calles, en su puerto, en sus plazas, todo lo que la imaginación había soñado ¡Qué, sol, qué luz, qué fuego!» -puedo decir como el poeta. La mar está en calma; desde la muralla del Nôtre Dame de la Garde, toda la ciudad se agrupa alrededor de sus docks; las velas latinas de los pescadores infladas por los vientos favorables de la Provenza circulan el puerto, buscando los cardúmenes de peces que con la marea baja emigran mar afuera. Allá, las islas que defienden la entrada del puerto. En el siglo XIII las galeras aragonesas lanzaron sus balas de piedra sobre ellas. Todas las antiguas naciones cristianas y musulmanas que ocupaban las márgenes del Mediterráneo, codiciaron por siglos a Marsella. Ese puerto en que se amarran hoy los grandes vapores que vuelven de la India, que van al Oriente, a Egipto, a Siria, debió presentar un extraño aspecto en los tiempos en que Génova y Venecia, una sobre el Mediterráneo, la otra sobre el Adriático, atraían hacia ellas todo el comercio oriental. Busco en los docks de Marsella las barcas argelinas, que después de haber saqueado las costas, desde Chipre hasta las Baleares, calzan la amarra y negocian sus ricos cargamentos. ¡El marfil, la púrpura, el oro y la mujer! Se piensa en los felices piratas que nos pinta Boccacio en sus cuentos maliciosos, y a cada momento creemos que puede aparecer el Infiel de Byron vestido con todo el lujo deslumbrador del Oriente y adorado por un grupo de cautivas griegas e italianas.


Me acerco a la playa. ¡Qué animación la de los grupos de pescadores que vuelven del mar! Se habla el provenzal en toda su legítima pureza y con ese peculiarísimo acento que marca enérgicamente la palabra, y que sólo saben modular los labios gruesos y elocuentes de las paisanas de estas costas. ¿Nunca os habéis acercado, en los puertos o en las costas del mar, a la borda de la barca pescadora que acaba de fondear? Para conocer el pueblo bajo de la gran capital marítima de la Provenza, no hay nada como arrimarse a la muralla del Viejo Puerto en que se amarra uno de esos barcos. La mujer y las hijas del pescador del golfo de Lyon, antes de dar la bienvenida al padre y a los hermanos que han pasado la noche recogiendo constantemente los espineles, echan una ojeada curiosa al fondo de la barca, y cuando la ven rebosando de pescado, bendicen al mar y gritan de alegría, mientras los tripulantes contemplan satisfechos el gozo de la familia. En un instante, los canastos están llenos de turbots y de merluzas y una banda de mujeres remonta la gran calle de la Cannebière pregonando la mercancía, cuyo sabroso [404] aroma marino, acaba por ser insoportable. ¿Y los puestos de ostras y mejillones? Una media docena de parroquianos, agrupados delante de la vendedora, devoran incesantemente esas pequeñas pero sabrosas marennes vertes, que hacen en París las delicias de las cenas nocturnas del Café Riche. ¡Qué movimiento, qué charla, qué debates entre estas señoras del mercado de mariscos! Ni bajo de la muralla del Hotel de Rubión en la playa marsellesa, el mar produce y alimenta ostras más ricas que las que abren y brindan las comadres provenzales de las calles.


¡Qué espléndida y qué bella es la naturaleza a medida que huimos de la zona en que reina el invierno! ¡Qué teatro tan grande han hecho de ella las dos más brillantes poetas del septentrión! ¡Si Shakespeare no hubiera contado con el Adriático y el Mediterráneo, Otelo no hubiera sido concebido con todos los grandes prestigios con que entra en la escena de los personajes inmortales! Lejos de la Grecia y de las islas perfumadas del mar Jónico, Don Juan se habría vuelto misántropo y trivial. Por eso nos inunda la alegría cuando asomamos la vista por Marsella, aturdidos todavía por los ruidos ensordecedores de los boulevards de París, donde los hombres viven la vida artificial de las grandes capitales, donde el calor del carbón restablece el verano en los salones, y el invernáculo nos proporciona esas bellas pero insípidas y malsanas frutas que el arte lleva a las mesas de los ricos.


Buscamos el verano como las golondrinas, y toda la Europa lo busca con nosotros. Buscamos ávidos en la costa las playas de Cataluña y Aragón. Cuando costeamos el espléndido camino de la Corniche, los ojos buscan en la línea del horizonte las costas africanas. La ola pesada y perezosa que se envuelve y desenvuelve en la playa, repite el eco de la que bate las márgenes opuestas, modulando la eterna armonía de las aguas. Aunque agrias y las ondulaciones alpinas que rodean a Marsella, ¡cuánta novedad dan al paisaje cuando en sus picos reflejan los últimos resplandores del sol que se sepultan en el mar!


Es vieja, de cierto, la leyenda de Edmundo Dantés con que Dumas sorprende todavía y sorprenderá siempre el espíritu de la juventud fácil y sensible a mis emociones de lo romancesco. Si ahora, quince años hubiera tenido la dicha de pisar las playas de Marsella, y el primer marinero, con voz ronca y ademán sombrío, tomándome del brazo me hubiera señalado el castillo de If, que se levanta sobre el negro y romántico peñasco, la palabra se me habría cortado entre los labios, y habríamos parecido ver levantarse sobre sus murallas el espectro imponente del abate Faria. He aquí un islote desnudo y árido que ha sido digno de un poema popular que lo ha inmortalizado para siempre, y que no puede contemplarse sin avivar las escenas extraordinarias con que el autor del Montecristo presentó aquellas aventuras dignas de los cuentos de la corte de Harun-Al-Raschid.


Entraba ayer al Prado, de vuelta de la Cornicche, con una numerosa comitiva de compatriotas, todos alegres con el cielo azul y el buen sol de Marsella, cuando de pronto vi llegar hacia mí un hombre que hizo detener el carruaje y me tendió los brazos. Su fisonomía me era conocida, pero no me fue posible recordar instantáneamente dónde y cuándo lo había visto. Fue necesario dejarme abrazar con efusión y abrazarle también fuertemente, sin darme cuenta de aquel desahogo generoso. Al separamos, porque no era posible permanecer eternamente estrechados en la calle pública, reconocí en él a mi compañero de viaje, a mi taciturno compañero de viaje de París a Marsella. Mis lectores se habrán olvidado de él, lo que no es extraño, porque yo también lo había olvidado y no pensaba volver a mencionarlo.


-¡Oh mi salvador -me dijo- mi salvador! -y se lanzó de nuevo en mis brazos con los ojos llenos de lágrimas. Estaba a obscuras completamente de las causas de aquella espontánea gratitud.
-¡Sí, ustedes mi salvador! Cuando tomé el tren de París para Marsella el otro día, traía el propósito firme, de suicidarme durante el camino; busqué en vano un compartimento desocupado y no me fue posible encontrarlo. El más vacío era el que usted ocupaba...
-¡Gracias!
-¡Oh, perdone usted!... ¡Cuánto me incomodaba usted! ¡Creí que usted bajaría en Macon, en Dijon, en Lyon, en Avignon al menos! Pero usted seguía, seguía siempre imperturbable. Hubo un momento en que usted dormía profundamente y pensé que era el más oportuno para volarme los sesos, pero ¡temí tanto comprometerlo!... Habría usted caído en el acto en manos de la policía y todas las presunciones lo habrían sido desfavorables.
-¡Caracoles! -dije yo para mí mismo y miré aterrado el castillo de If.
-Ahí tiene usted la razón por la que no me suicidé. Llego a Marsella y la primer noticia que recibo es que el Rhone, con todo su cargamento, ha arribado a Livorno. ¡No había naufragado el Rhone! Si el Rhone hubiera naufragado, como me lo habían dicho, yo era hombre perdido, y entre la deshonra y la muerte habría optado por esta última.
-Pero ¿usted no es estudiante... no está de novio, no va a casarse en breve?
-¡Ah, no, señor!; yo me ocupo del comercio con la costa de África -me contestó mi desconocido, con la más profunda de las satisfacciones.


Esta vez mis cálculos habían dado fiasco. Mi estudiante era un simple agente del cabotaje del Mediterráneo y yo había imaginado un idilio. Si aquel nabab de octava clase no hubiera tenido un poco de mayor consideración por mí, a estas horas estaría yo pasando momentos poco agradables.
Saludé a mi compañero, y le hice presente mis disculpas por haber sido tan importuno en nuestro viaje.

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