La senda imperecedera - Babelia ( Periodico el País )

JACINTO ANTÓN 17/07/2010

Tren en Rangún
POPPERFOTO / GETTY IMAGES
17-07-2010
Imagen captada en Rangún (Myanmar, antigua Birmania).



Un póquer de grandes clásicos de la literatura de viajes: Norman Lewis, Wilfred Thesiger, Patrick Leigh Fermor y Jan Morris, demuestra la perenne actualidad del género. Libros de los cuatro viajeros que iluminan sus vidas y obras nos empujan a ponernos de nuevo en ruta

Los viejos viajeros nunca mueren. Aunque algunos estén ya demasiado mayores para volver a hollar el polvo del camino con sus botas (incluso para calzárselas) y otros ya solo puedan trazar itinerarios y vivir aventuras en nuestros recuerdos y nuestros sueños. Cuatro de los grandes, grandísimos viajeros, aventureros y escritores de viajes del siglo XX, maestros indiscutibles del género, idolatrados, imitados y—nunca mejor dicho—seguidos por las nuevas generaciones, son noticia de actualidad. Agárrense, porque hablamos nada menos que de Wilfred Thesiger, Norman Lewis, Patrick Leigh Fermor y Jan Morris. Es difícil encontrar a cuatro personajes más distintos y, sin embargo, ¡qué parecidas son las emociones que nos despiertan: las ansias de lanzarnos a las rutas del mundo para descubrirlo, admirar sus bellezas —también, sí, atravesar sus tinieblas—y aprender cosas de los demás y de nosotros mismos!.

Lewis y Thesiger están, claro, oficialmente muertos: ambos fallecidos en 2003—año negro para la literatura de viajes—, el primero en julio, el segundo en agosto (uno creía que al sagaz y experto en pasar desapercibido Norman, la parca nunca le encontraría, y que esta jamás se atrevería con el infinitamente adusto sir Wilfred, vencedor de leones y desiertos). Paddy, con 95 años y algo pachucho, ya viaja más bien poquito, y Jan, que cumplirá 84 en octubre, no es tampoco que esté en la flor de la juventud, aunque siga conduciendo alocadamente por las estrechas carreteras de su Gales. Pero aquí está este puñado de nuevos libros de los cuatro (y algunas de sus eternas obras maestras) para demostrar que estos inolvidables clásicos de la literatura nómada no dejarán nunca de trazar con su pluma y su ejemplo un sendero en nuestro corazón.

De Norman Lewis, Altaïr, que ya editó el año pasado la bellísima (alguien ha dicho que leer la prosa del viajero londinense es como comer sabrosas cerezas y Cyril Connolly añadió que es capaz de hacer un camión interesante) Tierra dorada, sobre Birmania, se ha entregado a la labor de publicar sus crónicas de viaje, interesantísimos textos cortos que escribió para diversos periódicos y revistas. El primer volumen incluye artículos que son historia pura de la literatura de viajes y también del periodismo, como El expreso de Rangún —que parte de Mandalay y "nunca llega a su destino" tras pasar entre "las diez mil pagodas de reinos desaparecidos"— o Genocidio, en el que, en 1968, tras viajar por Brasil, Lewis denunció pioneramente las atrocidades cometidas contra los indígenas amazónicos. Este largo reportaje, el escrito del que Lewis se sentía más orgulloso, tuvo una enorme repercusión y llevó a la creación de Survival International. Es un texto impactante, que documenta la destrucción de pueblos como los munducuru, los bororo (sí, los de Lévi- Strauss), los guaraní, los caraja, los kadiweú, los formidables chavante o los aripuaná, bombardeados desde el aire con cartuchos de dinamita por los pistoleiros contratados por los terratenientes. Lewis no ahorra ningún horror, como la descripción del corte do bananeiro, el hábil machetazo de los sicarios que segaba dos cabezas de golpe.

Con ese texto, el viajero se adelantaba a su polémico libro Los misioneros (Herder, 1988), en el que denunció la destrucción espiritual de las culturas indias a cargo de los evangelizadores cristianos integristas de Estados Unidos. Y es que Norman Lewis, ese hombrecito gris que alardeaba de pasar desapercibido en cualquier lugar y circunstancia (no en balde había sufrido bullying en la escuela y había sido oficial de inteligencia militar), al que tendías estúpidamente a menospreciar hasta que te hablaba de su última estancia entre los caníbales de Papúa-Nueva Guinea (¡qué hombre y qué anécdotas contaba!), era, por supuesto, el más concienciado de los escritores de viajes. Él decía que escribir le obligaba "a ver más, a penetrar más para aumentar mi comprensión y desechar parte de mi ignorancia". Esa profundización era fruto también de su solidaridad y su interés por las gentes y sus cuitas. Una de sus observaciones más certeras es la de que en el mundo, "irónicamente, todo lo valioso ha sido protegido por la pobreza".

En esta primera recopilación de sus artículos hay algunos que se leen ya como arqueología de la moderna literatura de viajes: el de la Ibiza de los años cincuenta o el de la novillada en Sanlúcar de Barrameda. En el de su viaje en 1957 a Liberia no deja de meterle el dedo en el ojo a Firestone por su política con los obreros del caucho y describe el interesante juicio de una hechicera mediante ordalía (en este caso, un hierro candente aplicado a la lengua: qué gusto los escritores que saben lo que nos interesa). En otros dos volúmenes que aparecerán próximamente, Altaïr publicará el resto de textos (quien quiera leerlos en inglés, están en A view of the world, Eland, 1986), entre los cuales se cuenta mi favorito, The cossacks go home, en el que Lewis explica su experiencia al frente de una expedición británica por mar al final de la II Guerra Mundial para entregar a los soviéticos 3.000 compatriotas prisioneros que sirvieron en el ejército alemán, en la 162 División Turcomana de Infantería. El autor descubre con gran humanidad la patética realidad de esos desgraciados, en su mayoría asiáticos de la URSS (uzbekos, kazakos, kirguises) alistados por los nazis tras caer prisioneros de estos y sufrir horrendas penalidades en los campos (Lewis escribe que todos ellos se han visto forzados a practicar la antropofagia: ¡vaya grupo para un crucero!).

En otro de los artículos, Amission to Havanna, Lewis explica su peripecia en la peligrosa Cuba de la revolución contra Batista, enviado en misión oficiosa de espionaje por Ian Fleming, el creador de James Bond, y su encuentro con Hemingway, a la sazón enfrentado a un inminente duelo con el editor del Havanna Post a causa de Ava Gardner… Para finalizar, recomendar la lectura de la monumental biografía que le ha dedicado Julian Evans, Semi-invisible man (Picador, 2008), y en la que encontrarán gran motivo de solaz todos los interesados por la portentosa vida de Lewis: su época de niño con tres tías locas en Galés, su pasión por los Bugatis y otros viejos coches de carreras cuando lucía barbita a lo Balbo, sus peripecias en la guerra (que dieron lugar al inolvidable Nápoles, 1944, RBA, 1998) o su matrimonio con Ernestina, hija de un mafioso siciliano.

El contraste de Lewis, de humilde extracción, sin estudios, proverbiales modestia y discreción y gran sentido del humor (por no mencionar que era algo alfeñique), con el patricio Thesiger, anacrónico gentleman traveller, no puede ser mayor (aunque ambos —y los otros dos viajeros que nos quedan: sí, también Jan Morris—fueron oficiales del Ejército de Su Majestad). Sir Wilfred era biznieto de virrey, nieto de general (¡lord Chelmsford, terror de los zulúes!) e hijo de diplomático; estudió en Yale y Oxford, boxeó, exploró, cazó leones (muchos: 70), luchó contra Mussolini y Rommel, con el SAS, cruzó en camello el imposible Territorio Vacío árabe, y mantuvo siempre un gallardo engreimiento —acaso inoculado de timidez— que le separó de los hombres (y más aún de las mujeres) a excepción de sus queridas partidas de recios beduinos rashid y ocasionalmente de otros colectivos tribales como los danakil de afilados cuchillos, los samburus, los masai o los árabes de las marismas. A ese hombre, al que el mismísimo Kipling se hubiera quedado corto al describirlo, está dedicado un libro estupendo, un homenaje y a la vez un intento de profundizar en su personalidad, Wilfred Thesiger in Africa (Harper Press, 2010), colección de ensayos sobre el viajero e impagables fotografías personales suyas, publicado con motivo del centenario de su nacimiento y para acompañar la exposición sobre el explorador inaugurada en el Pitt Rivers Museumde Oxford (hasta junio de 2011). Entre los textos del libro sobre el autor de la colosal Arenas de Arabia, uno de Alexander Maitland, su colaborador, albacea y biógrafo; otro del explorador y experto en supervivencia Benedict Allen, y una suculenta conversación sostenida entre el viajero y David Attenborough en 1994 en la que Thesiger explica su visita a un jefe danakil que había castrado a cinco hombres (según la inveterada y afortunadamente poco extendida costumbre de este indómito pueblo somalí) y lucía los viriles trofeos "como un estudiante británico sus insignias de cricket". ¡Qué hombre, sir Wilfred! Creía en la nobleza del sufrimiento y la gloria del esfuerzo empecinado. "The harder the life, the finer the type", decía. Aborrecía la auto indulgencia y despreciaba los placeres de la vida. Yo solo lo entrevisté una vez, en 1998, en su casa en Chelsea, pero la impresión me durará mientras viva, y eso que sir Wilfred ya no montaba en camello. En aquella ocasión puso frente a mi cara una daga danakil, precisamente, que siempre me he preguntado (aparte de a cuántos había castrado) dónde había ido a parar. Bien, pues una de las cosas interesantes del libro que les comentaba —además de la discusión sobre la caza con Attenborough—es el artículo dedicado a la colección de objetos personales donados por Thesiger al Pitt Rivers: entre ellos aparece, junto a un escudo etíope, gualdrapas de mula y un pellejo de cabra utilizado para portar agua en sus exploraciones, aquella bonita arma de tan entrañable ocasión.

De tanto pedigrí como Thesiger, hazañas militares aún más considerables —secuestró al comandante alemán de Creta en una de las grandes aventuras bélicas de la II Guerra Mundial—, muchísima mejor prosa (la mejor para mi gusto de la literatura de viajes) y muchísima más simpatía (la de Thesiger era como la que puede ofrecerte un halcón desabrido) es Patrick Leigh Fermor. De Paddy vamos a tener pronto en castellano sus dos eruditos y encantadores libros sobre Grecia, Mani, este septiembre, y Roumeli, en 2011, gracias a Acantilado. De momento, nadie que admire al autor de El tiempo de los regalos debería perderse el volumen de la correspondencia entre él y Deborah Devonshire —la pequeña y actual única superviviente de las seis ínclitas y revoltosas, hons & rebels hermanas Mitford—, In tearing haste (John Murray, 2008).

Paddy (1915) y Debo (1920) se conocieron en 1940, durante la guerra, en un baile en el Intelligence Training Centre en Derbyshire, y él y Andrew Cavendish, duque Devonshire, el marido de ella, ex oficiales los dos, participaron juntos en expediciones montañeras a los Andes, los montes Pindo griegos y los Pirineos. Los futuros corresponsales volvieron a encontrarse en un baile de disfraces en el que, recuerda ella, Paddy iba disfrazado de gladiador tracio. Pero no fue sino en 1954 y sobre todo tras una feliz estancia de Leigh Fermor en 1956 en el castillo Lismore, la residencia irlandesa de los Devonshire, que Paddy y Debo comenzaron a cartearse y entablaron una larga amistad. Intercambiaron misivas durante medio siglo —se conservan más de seiscientas—, y siguen haciéndolo. La correspondencia es de lo más curioso porque se trata de dos personas muy diferentes. Nada, excepto las amistades comunes, parecía unir al celebrado héroe de guerra y escritor en ciernes, de intereses amplísimos y refinada cultura, con la estirada aristócrata interesada solo en la caza, los caballos y la jardinería, que se vanagloriaba de no leer (¡ni siquiera los libros que iría publicando él!: "Tengo que hacerlo algún día", ha dicho en una reciente entrevista). Pero ambos encontraron algo en el mundo y la personalidad del otro, quizá porque compartían un mismo afán de disfrutar la vida. Con el tiempo, se fueron quedando solos. El título (algo así como "con prisas, a punto de partir", fórmula que aparece en algunos encabezamientos junto con la impagable "with one foot in the stirrup") remite a ese moverse rápido, ir de aquí para allí, ese incesante viajar que caracteriza algunos de los periodos de la existencia de los corresponsales. Las cartas son muy simpáticas, las de ella algo pijas como puede suponerse ("V nice", por aquí, "V v sad," por allá). Aparecen y este es uno de sus grandes atractivos, además de numerosos escenarios, multitud de personajes célebres, desde la reina madre ("Cake") y todo el Gotha inglés, pasando por Harold Macmillan ("tío Harold"), el cuñado Oswald Mosley, Lucian Freud, Gerald Brenan, Evelyn Waugh, Lawrence Durrell (amigo de Paddy), Bruce Chatwin, Cecil Beaton, Noel Coward, John Kennedy (que parece haberle tirado los tejos a Debo), Jacqueline, Niarchos, el príncipe de Gales y LadyDi o Juan Carlos I.Hasta sale el hermano mayor del conde Almásy (Janos, que tuvo una relación intensa con la hermana de Debo, Unity Valkyria Mitford, admiradora de Hitler). En el trasfondo de la correspondencia, el morbo de si hubo una relación sentimental entre Debo y el romántico Paddy. Probablemente no.

Desde luego, la palma literaria de las cartas se la lleva de calle Paddy, con sus hermosas descripciones desde cualquier parte del mundo, sus garzas y golondrinas, sus atardeceres magenta, sus disertaciones sobre arte etrusco o Grünewald…Muy interesantes son, entre otras muchas que entusiasmarán a sus fans, las cartas en que explica el rodaje de la película sobre su aventura cretense, con Dirk Bogarde (!) haciendo de él —Ill met by moonlight (1957)—, o el de Las raíces del cielo, de Romain Gary, de la que escribió el guión, con John Huston, Errol Flynn y Juliette Gréco ¡en Camerún! También lo son sus encuentros con Michel Leiris, Françoise Sagan, Capote o Rose Macaulay, o el mal rollo con Somerset Maugham, que lo echó de su residencia en Cap Ferrat…No sé qué tal es la letra de la duquesa, pero puedo asegurarles—tengo el privilegio de haber recibido varias cartas suyas— que la de Paddy es infernal, así que Debo debe haber tenido una paciencia infinita para descifrarlas… Recordar por último que Paddy, que sigue empeñado en escribir el tercer volumen de la trilogía sobre su viaje de joven, en 1930, a Estambul, iniciada con El tiempo de los regalos, aparece contando sus peripecias bélicas con la guerrilla cretense en la sentida producción griega The 11th Day, de Archangel Films, sobre la resistencia contra la ocupación nazi de la isla (puede comprarse por Internet). Completa el cuarteto de clásicos de la literatura de viajes con novedades Jan Morris. En Jan hay algo de todos los otros y mucho más: en su avatar primero de James, como hombre, fue también militar, oficial del 9º de Lanceros de la reina, nada menos, y vivió la gran aventura de la exploración, a lo Thesiger, acompañando a la expedición que conquistó el Everest. Su forma de ver el mundo, comprensiva y profundamente humana, recuerda a la de Lewis; su lirismo y belleza del lenguaje, a Paddy. Mujer de presencia impresionante y personalidad arrolladora, aunque profundamente cariñosa, su ironía, bagaje cultural (es historiadora) y dominio de la anécdota son insuperables (véase su obra maestra, Venecia). De Morris, RBA publicará el año que viene su gran viaje: el conmovedor relato sobre su vida como mujer en un cuerpo de hombre hasta su reasignación de sexo (Conundrum, Faber and Faber, 1974). Pero es reciente la aparición de su nuevo libro, Contact!, una obra deliciosa de madurez en la que Jan describe encuentros que le impresionaron especialmente durante sus muchos años de viajes. Se trata de una serie de viñetas, de flashes, de pequeños textos sobre personas —en su mayoría anónimas, aunque también algunas personalidades: Churchill, Truman, Nasser— que por una u otra razón han dejado huella en la memoria nómada de la escritora. En el libro, de una sensibilidad y sutileza sobrenaturales (lo cierra con un poema a su hijita muerta), están los lugares emblemáticos de Morris, con los que nos ha encandilado en sus grandes obras: Venecia, Hong Kong, Oxford, Trieste, su Gales, pero aquí lo importante es esa chispa ocasional que se produce en el contacto repentino con el otro (la gran magia del viaje). Puede ser un insistente mendigo en Alejandría que la persigue hasta la puerta del Cecil, un estudiante con dudas en Isfahan, un cowboy de Wyoming o la cruel supervisora de un McDonalds de Manhattan.

Contactos buenos y malos, quizá fugaces, pero, como todo viaje—nos lo enseñan los maestros—, nunca intrascendentes.



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